miércoles, 30 de septiembre de 2009

7. Milagros

Dicen que los milagros no existen. Para mí, sí existen, y si no es así, que alguien me explique cómo pudo sucederme esto.
En Majdanek me contagie el tifus. No sé por qué, pero en vez de dejarme morir o matarme de un tiro en la nuca, me mandaron al hospital. ¡Boh! A ese barracón al que llamaban hospital.
Todavía hoy, cuando me voy a dormir, se me presenta, como una película vieja, la imagen. Yo debía estar con mucha fiebre y el médico del hospital de prisioneros no tenía nada para darme que me curara. En ese delirio febril, recuerdo haber soñado con mi hermana Esther, que vivía en un lugar lejano llamado Buenos Aires, que quedaba tan lejos de Polonia que ni podía imaginarme adónde era. Esther se había poco antes de empezar la guerra.
En el delirio, mi hermana me apoyaba su mano fresca en mi frente y yo la veía, y ella me decía: “Aguantá, Motek aguantá... Sos fuerte... aguantá un poco más. Tenés que sobrevivir”.
Dicen que si cuando uno tiene Tifus pasa las dos primeras semanas y no se muere, sobrevive. Por lo que yo puedo decir, es cierto.
Cuando me desperté de ese ensueño, sentí el fresco en mi frente. Eran los trapos fríos –lo único que podía hacer por mí–, que me ponía el médico del barracón, un judío checo, un prisionero como yo que estaba tratando de bajarme la fiebre con lo único que tenia a su alcance.
Entonces, cuando pude hablar, le conté lo que había soñado. Cómo había sentido a mi hermana a mi lado, y su mano fresca en mi frente, pidiéndome que resistiera, que aguantara un poco más.
–Querido amigo –me dijo ese médico checo a quien no volví a ver nunca más, cuando le conté lo que había soñado–. Estamos en 1942, y no sabemos cuándo va a terminar la guerra. Pero no olvides, por lo que más quieras, lo que voy a decirte ahora. Seguro que vas a pasar por muchas más penurias, pero no te dejes vencer, no te entregues, no te hagas matar ni intentes suicidarte yendo hacia las alambradas. Vas a sobrevivir, creeme.
Yo lo miraba lo escuchaba, como en sueños, sintiendo que se me erizaba la piel de todo el cuerpo y recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas.
–Vas a sobrevivir –dijo–, y un día vas a poder buscar a tu hermana y, cuando la encuentres, vas a contarle esto que pasó hoy. Por favor, prometeme que vas a contarle lo mismo que a mí, que la sentiste a tu lado, acariciándote la frente –hizo una pausa, me puso la mano sobre el hombro y continuó: –Quiero que me hagas la promesa que vas a sobrevivir como sea, y no te vas a dar por vencido, para poder vivir ese momento.
Nunca más –como dije–, volví a ver a ese médico checoslovaco. Quizás lo asesinaron en Majdanek. Siento una pena muy grande el que no haya podido agradecerle esas palabras que fueron las que me sostuvieron de pie, en medio del horror.
Pero sí vivir el momento que él me anunció y que me deseó. No sé, todavía hoy, cómo sucedió, pero sobreviví.
Y un día de junio de 1947, en un departamento de Pueyrredón y Corrientes, le conté esta misma historia a mi hermana Esther... Y ni ella ni yo pudimos contener las lágrimas. De tristeza y de felicidad al mismo tiempo.
¡Boh! ¿Me van a explicar ahora cómo es eso que los milagros no existen?
Hoy, escribo esto para una persona a la que quiero mucho y esta pasando por un momento difícil y espera un milagro. Ojalá que el Dios de todos y la vida, se lo hagan realidad.

Motek

lunes, 28 de septiembre de 2009

6. Sobreviviente

Muchas personas me llamaron para felicitarme desde que se conoció este rinconcito en el que escribo. Parece que están pasándose la dirección los unos a los otros, para leer lo que escribo, desde que mi nieta Gise se enteró que su abuelo está acá, contando sus cosas, como vengo haciendo desde que llegué a este país.

¿Cómo que no nombré a mis bisnietas? Las nombré el primer día que escribí, en el primer párrafo de Shaná Tová!

Sí, tengo dos bisnietas que, igual que yo –parece que es cosa de familia–, también son a su modo, sobrevivientes. Porque Mia y Luz, las hijas mellizas de mi nieta Sabrina y su esposo Lucas, llegaron a este mundo siendo muy chiquitas y tuvieron que luchar mucho, desde tan pequeñas, para poder vivir. ¡Y vivieron! Hoy están sanas y sus padres felices y sus abuelos –mi hijo Quique y mi nuera Marta–, no paran de hablar de ellas.

Cuando pienso en esas dos criaturas, me acuerdo todo lo que pasé para poder sobrevivir. Me acuerdo que escuchaba decir: “Un día más de vida es vida” y aunque la sensación de querer que todo aquel horror terminara de una vez, quedaba tapada por mi anhelo de seguir con vida.

Setenta años pasaron desde que comenzó esa pesadilla, un primer día de septiembre de 1939, cuando los nazis invadieron Polonia y, en menos de quince días, habían derrotado al ejército y ocupaban Varsovia.

¿Qué estaba haciendo yo el 22 de septiembre de 1939? No lo recuerdo. Quizás, mirando desfilar a las tropas de ocupación y diciéndome –como tantos otros polacos–, que quizás no iba a ser tan terrible.

Ese mismo día, pero setenta años después, estaba recibiendo la noticia que había nacido mi tercera bisnieta, Martina, hija de mi nieto Uriel y de su mujer, Natalia. Uriel y Sabrina, son hermanos, así que mi hijo y mi nuera fueron abuelos por tercera vez. Imagínense cómo están de contentos.

¡Qué distinto es todo ahora!

Cuánto me alegro de no haberme entregado a la tentación de ir hacia las alambradas para que los guardias del campo me mataran de una vez, como hicieron tantos otros.

Qué feliz me hace haber resistido y vivir para contarlo.

¡Bho! Ya les voy a contar otras cosas. Como por ejemplo, cuál fue la esperanza que me mantuvo en esos años de infortunio. Eso es algo que me da vueltas por la cabeza una y otra vez y no puedo olvidarlo... como si fuera un milagro.

Ahora nos tenemos que ir con la Bobe a la casa de mi hija al festejo del Yom Kipur.

Un abrazo para todos los que pasan por acá.


Motek

sábado, 26 de septiembre de 2009

5. Parece un sueño

Como ven, salí bien de la operación. Todavía tengo el efecto de la anestesia, porque la operación fue en la cabeza, pero me siento cada día un poco mejor, aunque todavía no me atrevo a manejar mi auto (y no creo que me lo permitan).
¡Boh! Hoy quiero decir esto: si alguien me hubiera dicho en mi niñez, que iba a vivir tantos años y que iba a ver tantas cosas que allá, en la Varsovia de casi un siglo atrás, no se podían ni imaginar, me hubiera reído y le hubiera dicho que se fuera de mi lado con todos esos cuentos. ¡Boh! ¡De no creer!
Y si me hubieran dicho que por esto de las computadoras podían llegar a conocerme en todo el mundo, le hubiera dicho que estaba mishíguene.
Pero acá estoy, y es cierto. Hoy me llamó mi nieta para decirme que me había visto, que había leído lo que yo cuento y que, tengo que decirlo, el que lo escribe es un hombre al que considero un amigo. Es el hombre que fue mis manos, mi cabeza y mi corazón cuando me ayudó a hacer realidad ese sueño mío de escribir un libro. Porque, como les expliqué, yo era medio vago a la hora de ir al colegio en Polonia, así que apenas si puedo escribir en mi idioma original... ¡imagínense en castellano!
Me acuerdo que las primeras veces que nos reuníamos con mi editor, él no llegaba a entender (y eso que habla varios idiomas) cuál era el peor campo de concentración en el que yo había estado.
¡Y cómo me iba a entender si yo lo pronunciaba mal, y en mis treinta y cinco hojas de apuntes, había escrito “Birnau”!
Uno de los tantos sábados a la tarde que pasó conmigo escuchándome y tomando notas, de pronto se le iluminó la cara y me dijo:

–Motek, no es “Birnau”. Es “Birkenau”. Vos estuviste en Auschwitz-Birkenau, en la fábrica de muerte, cuyo comandante fue Rudolf Höß[1].
–¡Claro! ¡Ese mismo! ¿Cómo sabés que era él?
–Porque lo estudié –me contestó.
–¡Regina! –Regina es mi esposa, ya voy a hablar de ella, en otra oportunidad, y voy a pedir que pongan una foto–. ¡Él sabe todo!
–No, Motek. Sé algunas cosas. Pero yo las leí, vos las viviste –dijo ese día–. Esa es la diferencia.

¡Boh! Como sea, ahora que mi nieta está enterada que existe este rinconcito de Internet donde está su abuelo, seguro que se lo va a decir a todos los conocidos. Así que tengo que avisarle a mi amigo que se prepare, porque van a pasar mucha gente a leer. Si pasa como cuando le doy mi libro a alguien o como cuando cuento mi historia, me parece que van a ser muchos los que pasen por acá.
Sin ir más lejos el otro día, mientras esperaba adentro del quirófano que me pusieran la anestesia el cirujano –que es un “paisano”–, me miró el brazo y me preguntó en cuál campo había estado.
Así que ahí estaba yo, esperando que me operaran de la cabeza, y mientras tanto contando otra vez la misma historia a gente diferente.
Ahora voy a llamar a mi amigo para contarle todo esto y seguro que lo escribe.
¡Ah! Para todos los que lean, sean “paisanos” o “goy”, mañana cuando salga la primera estrella empieza Yom Kipur, el Día del Perdón. El día que se nos perdonan todos los pecados y las faltas que cometimos durante el año. Mi deseo que así sea para todos, sean judíos o no. Todos somos seres humanos y creo que si Dios está ahí, no importa cómo se llame, está para todos.
Pero no vale, dejar pasar el día y empezar de nuevo, ¿eh?

Motek


[1] También se puede escribir Rudolf Hoess o Rudolf Höss

miércoles, 23 de septiembre de 2009

4. Cirugía

Motek salió bien de la operación. Es posible que mañana esté en la casa, y que regrese para seguir contando en un par de días más.
¡Qué alegría!

martes, 22 de septiembre de 2009

3. Secuelas

Por algunos días, no estaré aquí. Mañana me van a operar de una disfunción de un nervio en la frente que hasta ahora los médicos habían conseguido mantener a raya con unas pastillas.
Parece que, con el paso del tiempo y la edad, las pastillas ya no me hacen efecto, por lo que decidieron operarme. De modo que mañana entraré a la sala de operaciones, tan diferente a aquellas enfermerías del campo (se llamaban Revier), que yo tuve la desgracia de conocer.
Ese latido en el nervio de la frente que me produce tanto malestar debe ser una secuela de los golpes que nos daban en los campos los guardias de la SS –los más salvajes eran los ucranianos– o los kapos, que eran judíos como nosotros, pero a cambio de mejor comida y un trato especial, se prestaban a ser esbirros de los guardias. Prefiero ni acordarme de los kapos.
Cuando llegué a Majdanek me acuerdo que no podía creer lo que veía: toda aquella gente vestida con los trajes a rayas que usaban los presidiarios. Cuando los vi, del otro lado de las alambradas electrificadas, me dije: “¿Son todos delincuentes? No puede ser... si parecen disfrazados”.
El primer día que pasé en Majdanek me enseñó que no eran delincuentes ni estaban disfrazados. Era el uniforme de los campos. Y eran –éramos–, todos judíos.
Los golpes, en ese campo, eran el trato habitual. Y cuando uno de los brutos ucranianos te pegaban con el bastón, les daba lo mismo pegar en la cabeza, en la espalda o en la cara. Yo recibí muchos de esos bastonazos –en otro momento voy a contar la vez que la pasé peor–, y seguro que alguno de esos golpes me debe haber dado en la cabeza, pero lo olvidé.
El médico, anteayer, me dijo que por lo menos por dos o tres años no voy a tener problemas. Después, se verá. Pero dentro de dos o tres años –me propongo festejar mis noventa años–, seré un poco más viejo. Dejemos al destino que decida qué será del nervio que late en mi frente y me hace sentir tan mal.
Me despido de ustedes hasta mi regreso que, si es como me dijeron los médicos, será en dos o tres días.
Quiero darle las gracias a todos los que dejan mensajes y comentan estas memorias mías. Hacen que sienta que vale la pena contarlas. Y estoy leyendo todo lo que me comentan, para después pedir que les den mi respuesta.
¡Hasta la vuelta!

lunes, 21 de septiembre de 2009

2. La lista de Schindler

En el año 1996, después de una visita de una periodista que me hizo un extenso reportaje –durante el cual también me filmaron–, recibí una carta junto con dos videos, que me envió Steven Spielberg, el director de cine que filmó “La lista de Schindler”.
La carta dice así:

SHOAH
[1]
Survivors of the Shoah Visual History Foundation
20 de Diciembre de 1996
MOTEK FINSTER

Buenos Aires
Argentina

Estimado Sr. Finster:
Deseo hacerle llegar mi más profundo agradecimiento por haber brindado su testimonio como sobreviviente de la Shoah. De esta manera usted está otorgando a las generaciones venideras la oportunidad de tener un encuentro cercano y personal con la historia.
Su entrevista será cuidadosamente preservada como una parte muy importante de la videoteca de testimonios más completa de todos los tiempos.
En el futuro lejano todos podrán ver los rostros, oír la voz y conocer la vida de los sobrevivientes de la Shoah, aprendiendo para no olvidar.
Le agradezco nuevamente su invalorable contribución, su fortaleza, su integridad y su generosidad.
Me despido de usted con un cordial saludo,
Steven Spielberg
Presidente

Main Office–Post Office Box–Los Ángeles–California 90078-3168
Phone 818-777-7802 – Fax 818-733-0312

Cuando empezó esta entrevista, el 24 de octubre de 1996, la periodista me preguntó: “¿Quién es usted?”. En ese momento no comprendí que el sentido de la pregunta tenía que ver con el valor que tiene la propia identidad para un ser humano. Esta entrevista, que no esperaba y que no había ni siquiera imaginado que podía llevarse a cabo algún día, reavivó en mí un viejo anhelo: poder publicar mis memorias, porque alguna vez, en otro tiempo, hace muchos años, había perdido mi identidad y, junto con ella, mi dignidad y mi condición de miembro de la raza humana.
No sé escribir –me han ayudado–, apenas si pude ir al colegio elemental en mi niñez. Pero me lo propuse y aquí, ahora, lo estoy haciendo.
Pienso y siento que cada hombre tiene un destino, y no puede escapar a él aunque lo vea venir. Que cada ser humano es un testigo de cosas que pasarán y no podemos hacer nada para que no sucedan, por terribles que sean, quiérase o no.
A veces los hombres tenemos la ilusión de que sólo por el hecho de ver venir los acontecimientos y porque nos es permitido vislumbrar un pequeño tramo del destino, podemos cambiarlo. Pero después de tantos años de vida y de tanto que he vivido, he llegado a creer que uno sólo es un testigo de los momentos que se acercan, inexorables, y que hay momentos en los cuales, por más que uno quiera, no puede ayudar a cambiar el curso de las cosas. Así fue como aprendí a aceptar las cosas como son, y quizás en esa actitud mía, esté la solución del enigma de mi azarosa vida desde aquella Varsovia en la que nací hasta el día de hoy aquí, en esta ciudad de Buenos Aires, en este país donde el destino me guió y donde pude encontrar paz y un futuro.
Esos caprichos que tiene el destino, me quitaron toda esperanza de futuro que Polonia, la tierra en la que llegué a este mundo. Y junto a mí, también a todos los miembros de mi familia, menos a la mayor de mis hermanas. Peor aún, a ellos también les fue sepultado junto con sus cenizas, que ni siquiera sé adónde están.

Motek

[1] Catástrofe, en idioma hebreo (N. del A.)

domingo, 20 de septiembre de 2009

1. Decepción

Uno de los recuerdos más amargos que tengo es el del día cuando llegué a Varsovia, después de liberado. Bajé del tren y fui al barrio donde había vivido, con la esperanza de que alguno de mi familia hubiera podido sobrevivir.
Cuando llegué a mi cuadra, sentí que el corazón me empezaba a latir más fuerte por la emoción. Ni en mis sueños durante todos esos años, me imaginé que podría volver alguna vez a ver el edificio de Zaukopowa, 6, donde había nacido y me había criado.
Cuando llegué, estuve un largo rato parado en la calle mirando hacia arriba, hacia el balcón donde solía sentarme cuando era pequeño, para ver la calle desde arriba. Ahora estaba al revés. Como la vida, que en esos últimos seis años, había dado un giro completo y me había puesto toda la existencia cabeza abajo.
Fue tal la emoción de estar allí, que no pude contener las lágrimas, y empecé a llorar.
Con el paso de los años muchas imágenes y situaciones se me desdibujan, pero hay una que recuerdo perfectamente.
Yo estaba parado ahí, mirando la que había sido mi casa y empezaron a juntarse algunos vecinos a los que reconocí y sé que me reconocieron. Si creía que iban a alegrarse, estaba equivocado. Me observaban con curiosidad, como si estuvieran mirando a un espectro. Sentí que sólo los llamaba la curiosidad, y averiguar cómo había hecho para sobrevivir a la masacre, cómo había logrado llegar hasta ahí.
Entre ellos reconocí a un muchacho polaco con el que no sólo habíamos ido juntos al colegio, sino que prácticamente nos habíamos criado juntos.
Es imposible describir su gesto de asombro. Se quedó parado mirándome, sin acercarse demasiado, como si tuviera miedo de estar frente a un fantasma o le pudiera transmitir alguna enfermedad contagiosa.
–¿Cómo? –me preguntó–. ¿Te dejaron vivo?
Tampoco puedo olvidar esa pregunta. Ese muchacho con el que habíamos jugado en la calle y compartido el colegio no se alegraba de verme. Se sorprendía y hasta creo que lo contrariaba que yo siguiera con vida, como si fuera una molestia o un contratiempo. Quizás fue porque yo esperaba otra cosa o porque fue eso lo único que él pudo hacer al verme, después de todo lo que había pasado en esos años de guerra. No sé. Puede que fuera así.
Pero hay algo que sí sé, porque lo vi en su cara: su gesto era de decepción.


De todas esas personas que habían sido nuestros vecinos antes de la guerra, ninguno me invitó a entrar a su casa, ni me ofreció una taza de té o compartir su mesa, y cuando quise entrar a ver la que había sido mi casa, me miraron tan mal, que desistí de mi idea.
Suerte que no hacía frío esa noche.
Porque dormí en la escalera del edificio.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Shaná Tová!


"Escudriñad vuestras acciones. Recordad a vuestro Creador:
mirad bien vuestras almas y permitid que
haya un
mejoramiento en vuestros actos".
Maimónides, Siglo XII


Soy Motek Finster. Nací en Varsovia, Polonia, en 1921. Hoy vivo en la ciudad de Buenos Aires y desde que llegué a la República Argentina pude trabajar, prosperar, formar una familia, tener hijos y nietos, y hace unos meses mis primeras bisnietas.
No recuerdo si en el Rosh Hashaná de 1939 las sinagogas de Varsovia pudieron engalanarse con el blanco de la pureza ni si sonó el shofar, el cuerno, luego que salió la primera estrella de esa noche de año nuevo. Lo he olvidado, como he olvidado tantas cosas que me sucedieron en la vida.
Lo que me es imposible dejar de recordar, una y otra vez, que en ese año Varsovia estaba en ruinas después de los bombardeos y que una mañana, cuando salimos a la calle, vimos a los soldados de la Wehrmacht desfilando con paso marcial por la ciudad.
No quise que pasara este día sin dejar escrito este primer relato de mi vida, quizás porque la coincidencia de fechas, es en sí un símbolo. Y es que hace setenta años atrás, el mundo comenzó a vivir la peor de sus pesadillas, del mismo modo que yo comencé a padecer la mía.
Hace poco más de un año, en una noche de júbilo para mí, estaba presentando ese libro que ven ahí, al costado. Debo reconocer que me limité a contarlo y no lo escribí yo. Soy polaco y todavía hoy pronuncio mal el castellano, y escribo peor aún. Admito que era un niño bastante reacio a ir al colegio y apenas si aprendí a leer, escribir y a contar los números. Por eso, cuando quise dejar mi historia en las páginas de un libro busqué a alguien que la escribiera por mí. Alguien que me escuchara, me interpretara y pudiera sentir aunque sea un poquito de lo que pasé desde ese mes de septiembre de 1939 hasta que  me encontraron los “liberadores” soviéticos, seis años después, en una zanja de trinchera de algún lugar del Este de Europa.
Ese mismo hombre que escribió mi historia ahora vuelve a prestarme su conocimiento, sus manos y sus palabras, para comenzar con esta historia contada acá, en este lugar que se llama Internet –y el que todavía no termino de comprender en qué consiste–, para que todos los que lean sepan que el Holocausto –la SHOÁH–, no es una mentira, ni una alucinación ni una fantasía inventada por unos fanáticos alucinados, sino que es la realidad de una  gran cantidad de seres humanos que padecieron lo mismo que yo y que quedaron vivos para contarlo.
Cada vez somos menos los testigos directos de aquellos años de guerra, durante los cuales el horror se abatió sobre toda la humanidad como los Cuatro Jinetes de los que habla el libro cristiano de las Revelaciones. Aquellos años, créanme, fueron los del Apocalipsis.
Soy Motek Finster, vivo entre ustedes, en un barrio de esta ciudad de Buenos Aires y hoy, el día de Rosh Hashaná, del año 5770 del pueblo judío, empiezo a escribir el testimonio de mi vida, para que todos lo lean. Y espero que, al leerlo, puedan reflexionar para que nunca más la humanidad tenga que pasar por lo que pasé yo y tantos cientos de miles y millones que padecieron como yo, pero no pudieron sobrevivir para dar testimonio.
Hoy soy un hombre viejo –que aún conservo en mí el espíritu del joven que fui, quizás porque tengo que resarcirlo de tanto sufrimiento– que se reencontró con su presente y su futuro cuando llegó a esta tierra hospitalaria y generosa, después de haber sido un Untermenschen, un subhombre, un infrahumano. Uno de los tantos cientos de miles de prisioneros de los campos de concentración de los nazis.

Soy Motek Finster.
Pero hace poco más de setenta años no fui más que una cosa, un objeto, un número. Ése que sigue ahí, tatuado en la piel de mi antebrazo: el prisionero 126.497 de los campos de exterminio.
Antes que termine el día de hoy, y cuando comienzo a escribir tantas cosas que olvidé citar en el libro, quiero desearles a todos, sin distinción de edad, raza o religión que tengan paz, alegría y prosperidad en este nuevo año.


Shaná Tová!