En Majdanek me contagie el tifus. No sé por qué, pero en vez de dejarme morir o matarme de un tiro en la nuca, me mandaron al hospital. ¡Boh! A ese barracón al que llamaban hospital.
Todavía hoy, cuando me voy a dormir, se me presenta, como una película vieja, la imagen. Yo debía estar con mucha fiebre y el médico del hospital de prisioneros no tenía nada para darme que me curara. En ese delirio febril, recuerdo haber soñado con mi hermana Esther, que vivía en un lugar lejano llamado Buenos Aires, que quedaba tan lejos de Polonia que ni podía imaginarme adónde era. Esther se había poco antes de empezar la guerra.
En el delirio, mi hermana me apoyaba su mano fresca en mi frente y yo la veía, y ella me decía: “Aguantá, Motek aguantá... Sos fuerte... aguantá un poco más. Tenés que sobrevivir”.
Dicen que si cuando uno tiene Tifus pasa las dos primeras semanas y no se muere, sobrevive. Por lo que yo puedo decir, es cierto.
Cuando me desperté de ese ensueño, sentí el fresco en mi frente. Eran los trapos fríos –lo único que podía hacer por mí–, que me ponía el médico del barracón, un judío checo, un prisionero como yo que estaba tratando de bajarme la fiebre con lo único que tenia a su alcance.
Entonces, cuando pude hablar, le conté lo que había soñado. Cómo había sentido a mi hermana a mi lado, y su mano fresca en mi frente, pidiéndome que resistiera, que aguantara un poco más.
–Querido amigo –me dijo ese médico checo a quien no volví a ver nunca más, cuando le conté lo que había soñado–. Estamos en 1942, y no sabemos cuándo va a terminar la guerra. Pero no olvides, por lo que más quieras, lo que voy a decirte ahora. Seguro que vas a pasar por muchas más penurias, pero no te dejes vencer, no te entregues, no te hagas matar ni intentes suicidarte yendo hacia las alambradas. Vas a sobrevivir, creeme.
Yo lo miraba lo escuchaba, como en sueños, sintiendo que se me erizaba la piel de todo el cuerpo y recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas.
–Vas a sobrevivir –dijo–, y un día vas a poder buscar a tu hermana y, cuando la encuentres, vas a contarle esto que pasó hoy. Por favor, prometeme que vas a contarle lo mismo que a mí, que la sentiste a tu lado, acariciándote la frente –hizo una pausa, me puso la mano sobre el hombro y continuó: –Quiero que me hagas la promesa que vas a sobrevivir como sea, y no te vas a dar por vencido, para poder vivir ese momento.
Nunca más –como dije–, volví a ver a ese médico checoslovaco. Quizás lo asesinaron en Majdanek. Siento una pena muy grande el que no haya podido agradecerle esas palabras que fueron las que me sostuvieron de pie, en medio del horror.
Pero sí vivir el momento que él me anunció y que me deseó. No sé, todavía hoy, cómo sucedió, pero sobreviví.
Y un día de junio de 1947, en un departamento de Pueyrredón y Corrientes, le conté esta misma historia a mi hermana Esther... Y ni ella ni yo pudimos contener las lágrimas. De tristeza y de felicidad al mismo tiempo.
¡Boh! ¿Me van a explicar ahora cómo es eso que los milagros no existen?
Hoy, escribo esto para una persona a la que quiero mucho y esta pasando por un momento difícil y espera un milagro. Ojalá que el Dios de todos y la vida, se lo hagan realidad.
Motek